viernes, 28 de octubre de 2011

SUSTO










Estaba oyendo las sirenas sin darle mucha importancia cuando me llamó un compañero para avisarme de que un edificio se había venido abajo. Estaba a escasos cien metros y salí corriendo. Al llegar aún había polvo y algo de confusión y empecé a disparar sin saber pero se me hizo un nudo en la garganta al pensar que bajo toda esa masa de piedra y madera podría haber alguien sepultado, desde luego imposible de sobrevivir. En un minuto apareció mi colega Miki López y nos quedamos igual de asustados con esa misma idea. Al rato nos comentaron que el edificio había sido desalojado e increiblemente recuperamos las ganas por estar allí pudiendo trabajar sin pensar cómo habría sido todo esto si tuvieramos que esperar a la desgracia que se podría haber producido.

domingo, 23 de octubre de 2011

Leonard Cohen



Muchas Gracias Sr. Cohen, muchas gracias.



Con su parsimonia habitual, la voz ronca y templada y el espíritu dispuesto para las confidencias, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el cantautor canadiense Leonard Cohen, comenzó su discurso en la velada de entrega de los galardones asumiendo «el gran honor» que se le dispensaba, si bien confesó sentirse un tanto extraño porque no le acompañase una orquesta, que es su hábitat natural en cada concierto. «Haré lo que pueda», manifestó humildemente.
Y se retrotrajo a la noche anterior, que «he pasado en vela, hasta acabar con las barras de chocolate y los cacahuetes del mini-bar». Horas de insomnio «en las que garabateé algunas palabras, que no tienen nada que ver con lo que voy a expresar». Una gramática, pues, con la temperatura y la sinceridad de las improvisaciones.
Yendo más atrás, recordó las meditaciones que le acompañaron junto a sus maletas desde que emprendió el vuelo hacia Asturias en el aeropuerto de Los Ángeles. Inquietudes relacionadas con el galardón recibido y la poesía, «que nadie controla, nadie conquista», argumento modesto acerca de su propio mérito.
La celebración en su domicilio de Los Ángeles la festejó al lado de la guitarra Conde, «hecha en España hace cuarenta años». Primera mención a nuestro país, que acabaría siendo el protagonista de su alocución.
Sacó de la caja la guitarra, «la miraba, olía a fragancia, a cedro, a madera viva, pues la madera nunca termina de morir del todo». Y en esa intimidad, llegó a la conclusión de la gratitud que debía «al suelo, a la tierra, a la fragancia, al pueblo, que me han dado tanto».
En el entendimiento de que un hombre del pueblo «no es un documento nacional de identidad, ni tampoco lo es el país en el que transcurre su existencia».
Introducción al relato vertebral, que se remontó a los días juveniles de lecturas de los poetas ingleses, a la búsqueda de su propia voz, que no encontraría hasta el descubrimiento de Federico García Lorca, cruce mágico «para ubicar el 'yo', que no está todavía terminado».
La instrucciones que venían junto al hallazgo dictaban que «nunca hay que lamentarse por la derrota, que nos ataca a todos, salvo en los confines estrictos de la dignidad y la belleza». Pautas para una canción que aún no había florecido.
Por entonces, su relación con la música era liviana, apenas la de un aficionado que «aporreaba acordes en la guitarra». Tiempos de disfrutar las aficiones sin otro horizonte que el placer mismo de vivirlas.
El azar volvió a llamar a su puerta, en forma de un joven guitarrista español al que conocería en un parque de Montreal, a principios de los años sesenta. De nuevo, la españolidad envolvía el destino del futuro Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
«Fui a ese parque, en el que había una cancha de tenis a la que solíamos acudir, y allí estaba ese joven guitarrista español, tocando la guitarra, de un modo que me cautivaba». Prendió la llama de la imitación, «quería tocar así, aunque sabía que nunca sería capaz».
En un momento determinado, se produjo «un silencio apropiado», que favoreció la comunicación entre ambos, establecida en francés, pues ni nuestro compatriota sabía inglés, ni el cantautor canadiense hablaba español. Cohen le solicitó que le diera clases de guitarra, y tras fijar el precio, acordaron iniciarlas al día siguiente en el domicilio materno que cobijaba a Leonard Cohen.
La ignorancia instrumental del alumno era mucha. El profesor la detectó al instante, sin incurrir en circunloquios. «No tienes ni idea», le dijo. Y comenzó la primera lección con un recurso básico, afinando la guitarra, que a juicio del enseñante no sonaba nada mal en manos apropiadas, «aunque no era la Conde».
Pasó a producir sonidos en secuencias de acordes, que al aprendiz se le antojaron imposibles.
«Yo no sé hacerlo», aceptó irremediablemente. «Me puso los dedos sobre el mástil y fue un desastre».
Al segundo día, las cosas mejoraron levemente. Y al tercero, aunque no fue la resurrección, al menos Leonard Cohen memorizó los seis acordes elementales que están en los fundamentos de «muchos temas flamencos».
Por supuesto, la memorización no incluía una perfecta ejecución digital. De modo que aguardó la siguiente clase con impaciencia, pero el joven guitarrista español no compareció.
Lo llamó a la pensión de Montreal en la que se alojaba y le dieron la infausta noticia con brevedad. Se había suicidado. (Silencio expectante en el Teatro Campoamor).
«Yo no sabía nada de ese señor, ni por qué estaba en Montreal, ni por qué había ido a aquella cancha de tenis del parque. Me quedé muy triste».
Un paréntesis para explicar que tan emotiva historia jamás la había expresado en público. Confesión de parte, en la que se albergaba la confianza dispensada.
Y turno de conclusiones que estaban implícitas en la narración. La importancia trascendental y definitiva que España ha tenido siempre en el curso existencial del poeta y cantante, o cantante y poeta, a gusto del lector.
Es decir, culminó su discurso, que «la base de mis canciones, de toda mi música, la gratitud que debo, están arraigadas en este país. Toda mi obra procede de aquí; mis canciones, mi poesía, están inspiradas en esta tierra. Mi obra es suya. Sólo puedo dar las gracias porque me hayan permitido firmar al final de la última página».


De Alberto Piquero